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miércoles, 24 de octubre de 2007

DESCUBRIENDO EL DORADO

Sentado en su viejo sillón de felpa, respiró hondamente, dejó las gafas sobre la mesilla y cerró y abrió los ojos, cansados de su lectura. Acarició el grueso volumen que descansaba sobre su regazo, ahora ya jubilado, estos eran su único entretenimiento. Justo en la mesilla donde había dejado las gafas había una fotografía hecha años atrás. El viejo la miró ausente, recordando la aventura de antaño. En la fotografía salía un hombre regordete y de mirada crítica. Iba vestido con un kit de exploración, con su gorrito y sus calcetines blancos. A su lado, con los brazos cruzados, había un joven de piel morena, fuerte y alto. Vestía una simple camisa blanca, de manga corta, unos pantalones y unas sandalias. Sobre su hombro, cogido de su cabeza, y mirando desconcertado hacia la máquina había un pequeño monito, un tití extrañamente atónito. Y al lado del joven, un hombre de unos 50 años, con mirada jovial y expresión simpática, sonreía felizmente hacía el fotógrafo. Vestía una camisa blanca, unos pantalones caquis y unas botas marrones. El viejo se quedó mirando al que un día había sido su rostro. Empezó a recordar todo lo que había pasado, y todo, empezó en aquel mismo despacho, pero veinte años atrás.

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Un hombre sentado delante del escritorio escribía pausadamente con pluma y papel una carta. Sus letras finas y alargadas parecían entrelazarse bailando para formar palabras. Justamente después de firmarla, sonó el teléfono. Lo miró sorprendido, no esperaba ninguna llamada, al menos no en el despacho de casa. El hombre, de mirada amable e inteligente, lo cogió. Des de la otra línea se oyó una voz. El hombre, llamado Rajid, abrió bien los ojos y exclamó: “¿La Embajada Inglesa de Brasil?”

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Un mes después se encontraba en el despacho del presidente de la embajada. Éste era un hombre de piel morena, firme, seguro y buen hombre, o al menos es eso lo que pensó Rajid al verlo. A su lado un hombre gordinflón, repeinado y embutido dentro de sus vestimentas, miraba críticamente y con cara de asco a los dos presentes y al mundo entero

­–Señor Brennan, este es el Señor Favio Oliveira, el funcionario del gobierno “Brasileño” que lo acompañará ­–como el hombrecillo parecía ignorarle, no encajaron las manos, simplemente se miraron e hicieron un leve movimiento con la cabeza. El presidente miró a Oliveira con una mirada fulminante, que hizo que se sentará directamente sin protestar–. Bueno Sr. Brennan, supongo que tiene usted muy claro a que ha venido aquí –Rajid se sintió intimidado por la profunda voz grave de este.

–Por supuesto Señor.

–Le llamamos a usted, entre otras cosas, porque es una de las pocas personas que aún estudia la alquimia y se interesa por ella. Además de ser historiador y biólogo –se lo miró fijamente–. Aún no se puede afirmar que sea el auténtico Dorado, usted ha de confirmarlo. Fue descubierto por casualidad y no hay nada seguro, eso quiere decir que el descubrimiento se ha de llevar en secreto hasta verificarse su autenticidad. –Rajid asintió entusiasmado. –Hay leyendas que dicen que en el Dorado está la solución a la vida mortal. –El entusiasmo de Rajid aún aumentó más, le fascinaba este tema, hacía años que estudiaba y se preocupaba más por la alquimia, que no por la biología y la historia. Vivía y se alimentaba de los libros que trataban y hablaban de esta ciencia. –Quiero que usted desmienta esta tontería. –Esto le sentó como si le hubiera caído un cubo de agua fría, la ilusión de Rajid se esfumó en cuestión de segundos, al mismo tiempo que su ánimo. Pero el otro no parecía haberse dado cuenta. –Mañana os esperará a la puerta del hotel Ilhabela vuestro guía, es un buen chico, de toda confianza.


Al día siguiente Rajid salió del hotel Ilhabela, un poco más animado, no importaba el que dijeran los otros, si existían la piedra filosofal, o el manantial de la vida eterna y estos se hallaban en el Dorado, él los encontraría. Al salir se encontró de frente con un joven de piel morena, ojos miel y constitución fuerte. Tal vez no se hubiera fijado demasiado en él si no fuera por el mono que llevaba aferrado a su hombro. Miraba divertido todo lo que sus pequeños ojos negros encontraban, hasta que se quedaron fijos en mí. El joven sonrío, estaba claro que era indio, un indio de l’Amazonas, lo encontré sumamente interesante.

–Usted debe ser el señor Brennan.

–Pues sí, éste soy yo – Encajaron las manos animadamente. –Y tu debes ser el guía.

–Así es, soy Matuwe, para servirle –el monito chilló para que le hicieran caso. Matuwe soltó una carcajada. –Bueno, y me descuidaba, este es Kipo.

–Hola –saludó amistosamente Rajid. Kipo, en respuesta se tiró hacia él y se subió a su hombro. Rajid se rió divertido. –¡Yo también estoy encantado de conocerte!

Desde donde estaban llegaron bufidos y maldiciones, Matuwe se giró, y se encontró con un Favio Oliveira que no parecía muy contento.

–No hay derecho que alguien como yo se tenga que mezclar con toda esta chusma–diciendo esto se topo de bruces con Matuwe, y lo miró colérico. –Lo que me faltaba, el indio protegido.

Matuwe puso los ojos en blanco y se giró, no servía de nada abrir una discusión con un Australopithecus afarensis, y él lo sabía demasiado bien.

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Hacía días que se habrían paso entre la inmensa y frondosa Amazonas. Rajid estaba seguro de que si Matuwe no los guiara ya estarían perdidos y enloqueciendo ante el miedo de estar solos y sin suficientes provisiones. Y es que cuando te encuentras en el Amazonas, toda orientación es nula, además los árboles son tan altos que no te puedes ayudar con las estrellas, muy pocas personas pueden guiarte por ella. Aún así Matuwe caminaba como si fuera su casa, girando de repente cuando se encontraban en un mar de plantas, o parándose repentinamente, mirando a su alrededor, mientras que a los otros les parecía igual todos los sitios, y seguir hacía la dirección que él encontraba correcta. En realidad podría estar llevándolos a las fauces de un precipicio y ellos no tener ni idea. Dependían de él completamente, seguramente era por eso que el Señor Oliveira no le hablaba mucho, porque cuando hablaba, era tan solo para insultarlo y criticarlo. La verdad es que con Rajid tampoco tenía muy buena relación, intercambiaban las palabras justas. En cambio Matuwe y Rajid se habían hecho buenos amigos, él le hablaba de las cosas que recordaba de su tribu, y le explicaba sus religiones y sus creencias. Rajid estaba fascinado, y le encantaba hablarle de Inglaterra, lugar por el que el chico tenía mucho interés. Kipo parecía que le gustaba el científico casi tanto como su dueño, y la verdad es que el monito era una buena distracción para todos, parecía tener un don para hacer reír a la gente.
Caminaron tantos días, que Rajid y el señor Oliveira parecían haber perdido la noción del tiempo, hasta que un día les pareció ver el brillo del sol, en medio del Amazonas.

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Era una auténtica preciosidad, la ciudad más bella nunca vista permanecía ante sus ojos. Columnas y paredes doradas brillaban ante ellos. La puerta estaba abierta y el paso del visitante estaba permitido.

Dentro era como la ciudad del oro, todo era de oro, extrañamente todo. Los tres hombres se habían quedado sin habla, nunca habían visto tanta riqueza junta. La belleza de aquella ciudad era incomparable con la de ninguna otra. En medio de todo había una fuente dorada de la que el agua que brotaba parecía oro líquido. Se acercaron a ella, como si un imán los atrajera extrañamente hacía ella. Rajid acarició el agua con la punta de los dedos y sintió un escalofrío, estaba helada. Pero de pronto la vio, nada más cabía en su mente, tan solo el rojo entre el oro. Debajo el agua había una piedra, una piedra roja, la piedra filosofal.
Rajid entró en la fuente sin pensarlo, y se tiró hacia donde estaba la piedra. La cogió con ambas manos, era enorme. A Rajid le brillaban los ojos. En aquel momento era vigilado por la mirada crítica de Matuwe, no parecía muy contento, y es que no le gustaba nada aquella obsesión por la alquimia que tenía su amigo. Kipo chilló, advirtiendo peligro. Mientras, Rajid salía de la fuente ausentemente, tan solo teniendo ojos por la piedra, la piedra que proporciona la vida eterna. Oliveira se acercó bruscamente a Rajid con intención de arrebatársela, pero éste lo esquivó con los ojos empapados de furia. Se guardó la piedra en el bolsillo, posesivamente, se le había ido la cabeza. Oliveira puso mala cara, pero cuando iba a decir algo un temblor los dejó secos. Las paredes empezaron a temblar sonoramente. Rajid se llevó la mano al bolsillo, pero ni cuando las paredes empezaron a derrumbarse ante ellos Rajid no pensó que haberla cogido pudo haber sido una equivocación.

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Rajid entregó la piedra al jefe de la tribu de Matuwe. Éste no quiso ni tocarla y dijo que la dejara envuelta en el fardo que le dio. Rajid lo hizo sin protestar ante la mirada firme de Matuwe. Éste le había convencido para que entregara la piedra a su tribu, fue difícil, pero aún fue más difícil convencer a los indios, creían que la piedra era maligna porqué corrompe el corazón de los hombres. Pero Matuwe les explicó que la piedra era capaz de destruir el mundo entero, si ellos no la protegían de la mirada de la civilización. Ellos eran los únicos que podían salvar el mundo, esto les gustó. Aceptaron, pero muy a su pesar. La guardarían bajo tierra, y rezarían a sus dioses por la piedra. Oliveira, no trajo problemas, los indios le hicieron perder la memoria, con un preparado especial de mezcla de plantas.
Así pues cuando volvieron le explicaron al presidente de la Embajada que muy a su pesar, no habían encontrado nada. El Dorado no existía. Y había un poco de verdad en eso, el Dorado se había convertido en ruinas de piedra, ruinas que la Amazonas guardaría por ellos. Tal vez era mejor así, sin la promesa de la vida eterna y de la bella riqueza. Oliveira confirmó ante el gobierno Brasileño que ellos decían la verdad, así Rajid pudo marcharse con el agradecimiento de la Embajada inglesa y del gobierno Brasileño. Pudo volver a casa, a Inglaterra.

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El viejo Rajid volvió a suspirar, todos aquellos recuerdos le habían hecho volver a sentir, lo que hacía años que no sentía. Los recuerdos de los momentos vividos con Matuwe, Kipo y el pobre Oliveira se le habían quedado grabados para siempre en la memoria. El gestó de dar la piedra al jefe de la tribu de Matuwe había sido como dar su sueño a un desconocido, pero se había dado cuenta que la obsesión por la alquimia le había cambiado, le había transformado en un ser posesivo, en un monstruo, pero gracias a Matuwe lo había podido solucionar. Exhaló su último suspiro, y se quedó dormido ante un profundo sueño del cual ya no despertaría.

Laia Feixas Eugenio

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