La casa es un caos, por el
pasillo vuelan ropas, papeles y toallas. Marta se dedica a abrir y cerrar
desesperadamente todos los armarios y cajones que encuentra a su paso, Carlos
se ha subido a una silla medio coja y hace equilibrios para intentar vislumbrar
alguna caja olvidada en el fondo de la buhardilla. Todo es inútil. Suena
el timbre, ya no hay más tiempo, la
pareja se esfuerza por recolocar un poco los muebles, poner una buena cara y
recibir gentilmente a sus invitados.
Tras varios saludos, besos y
abrazos exagerados los amigos se dirigen hacia el salón, Marta y Carlos se
disculpan por el desorden y en seguida les ofrecen a sus compañeros algo de
beber. Intentan retrasar lo inevitable, por algún motivo incomprensible tienen
la remota esperanza de que en algún momento durante la conversación las
lámparas aparezcan por si solas.
Pasados unos minutos Carla, su
invitada, se dirige a la entrada en busca de una bolsa que había traído consigo.
Marta y Carlos se miran extrañados y se sorprenden al ver el objeto que trae de
vuelta. ¡Son sus lámparas! Por lo visto se las habían dejado en el salón del
banquete el mismo día de la boda y sus detallistas amigos se habían ocupado
todo este tiempo de guardárselas para así asegurarse que las acababan
recibiendo.
Marina González
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