Taller de relato corto
Le tocaba leer a mi compañero de la derecha. Desde la primera clase me costaba seguir las lecturas del resto de los participantes. Cuando quería conectar con los relatos, ya era demasiado tarde, siempre estaban a punto de terminar. Pero esta vez era distinto. Pocos segundos después de que aquel hombre sentado a mi lado elevase su voz, levanté la vista hasta atisbar el ceño fruncido y serio de su cara. Estaba concentrado en su lectura, y yo también lo estaba. Sus palabras me dejaban perplejo.
Era la cuarta reunión del taller de relato corto. Me había apuntado por
chiripa en aquel curso, justo dos días después de que saliese a la luz la
convocatoria del taller y sus respectivas plazas. No estaba en mis planes pasar
por la Biblioteca de José del Hierro el día en que me inscribí. Que tomase la
decisión tan repentina de incluirme en su lista de participantes, en realidad,
no fue más que un impulso de querer sentirme aprovechado, de querer rellenar
esas tardes de sábado que pasaba a solas haciendo la digestión en el sofá del
salón.
Como el resto de los días que nos encontramos, nos sentamos en el mismo
sitio, con el mismo compañero a ambos lados de la mesa. El hombre que se
sentaba a mi lado llevaba una camiseta corta, de un color verde muy vivo.
También llevaba unos vaqueros. Era un estilo muy casual para la gran labor que
durante las presentaciones del primer día de clase nos contó que desempeñaba.
Supuestamente era director de una importante sucursal bancaria, y venía del
extranjero. Su español era perfecto, la entonación con la que abordaba cada
cambio en el texto convertía sus escritos en impecables aventuras. Si que era
verdad que titubeaba de vez en cuando al pronunciar palabras extensas o juegos
de silabas con demasiadas consonantes. Eso delataba que en su lengua de origen
seguramente escaseasen tales dicciones. Por el acento, podía suponer que era
americano, pero se trataba de una impresión demasiado nimia pese a todas
las veces que le había escuchado.
El texto que hoy traía preparado lo tenía guardado en un tablet. Otros días
había optado por impresiones en papel puro y duro, pero hoy, quizás con
intención de lucir la exuberancia económica de la que disponía y que apenas se
manifestaba en su forma de vestir, nos exhibió una moderna tableta electrónica
desde la que se disponía a leer su texto. Era el momento en el que mis párpados
caían como dos piedras plomizas y mi cuello se encorvaba ligeramente hacia
delante hasta el final de la lectura.
Cuando fui consciente de que la voz de aquel hombre retumbaba en mi cabeza,
mi postura habitual se había sustituido por una mirada intensa y penetrante,
directa hacia sus ojos. Él no se percató de nada, pero yo sí. Empezaron a
sudarme las palmas de las manos, la frente y mis axilas. Noté como mis pies y
espalda se ponían húmedos; mi cuerpo inquieto, incapaz de estar a gusto con
ninguna posición nueva que adquiría. Quería abrir los ojos de par en par, cada
vez más hasta el máximo después de escuchar cada frase que aquel hombre
pronunciaba, de dar un estruendoso golpe en la mesa frente a todo el auditorio
y gritar que ya bastaba.
No podía creer lo que aquel hombre había escrito, lo que leía. A medida que
avanzaba era todavía más difícil soportar el desasosiego que me sobrevenía. Y
es que no era para menos, aquel hombre leía en alto mi propia vida, estaba
leyendo mi vida.
Leía un relato que no era ni más ni menos que la historia de mi propia
vida. Mi infancia en Madrid, mi terror por las alturas, la chica que me gustaba
en secundaria o mi más profundo odio al fútbol. Los éxitos de mis estudios, la
pelea con uno de mis mejores amigos o el día que di un portazo en casa y salí
de allí llorando. La mujer con la que prometí casarme y las mentiras que más
tarde nos distanciaron. Los nombres y apellidos de mis padres y conocidos,
todos coincidían. Mi escasa relación con mis primos, mi mala suerte con los
coches, los errores que pude cometer en el trabajo o mi ilusión por viajar por
toda América. Todo lo que él leía coincidía. Estaba aterrorizado de que
continuase sacando a fuera tantas partes de mi vida. Cada vez me costaba más y
más respirar. Incapaz de moverme, no tenía claro que era lo que pasaba.
Cuando terminó la lectura, se hizo un silencio profundo. Volví a atisbar la
cara de cada uno de los asistentes mientras mi interior no dejaba de temblar.
La única persona a la que no eche un vistazo fue aquel hombre que acababa de
leer. ¿Quién era él? ¿Por qué conocía tan a fondo las intimidades de mi vida?
La profesora comenzó a animar al resto del grupo a que valorasen su
historia, pero nadie hablaba. Pensé en el pánico que sentiría si la profesora
me obligase a opinar en aquel momento ante una sala llena de desconocidos sobre
mi propia vida. Perplejo e intentando guardar la calma, dejé de lado todas
estas divagaciones y me centré tan solo en que nadie de la sala se percatase de
mi histeria, que nadie se diese cuenta de mi sudor y nerviosismo, de que todas
mis articulaciones estaban rígidas y tensas.
Como era de esperar, alguien tuvo que romper el hielo para comenzar con la
ronda de opiniones. Esta vez, forzada por el silencio que experimentó la sala
en general, fue la misma profesora la que habló primero.
—Es una historia muy completa, has hecho un buen
trabajo —asintió animada y con admiración. Cada vez que ella nos elogiaba,
podíamos dar por hecho que por unos instantes nuestros relatos eran los mejores
del mundo.
—No es para tanto, la verdad es que no ha sido muy
difícil de escribir —respondió aquel hombre, utilizando el mismo tono de voz
con el que narraba la primera vez que penetré a mi ex novia.
Era difícil que mantuviese el juicio a pleno rendimiento. Perdía toda la
energía intentando sortear la existencia de aquel relato y de su creador.
Recorrió por toda mi piel el espanto de que la profesora preguntase a aquel
hombre más detalles sobre dónde había sacado esa historia, y un intenso dolor,
punzante como ningún otro, se instaló en mi tripa. Apreté mis manos sobre ella
para intentar paliarlo. Cuando se apagó la voz del desconocido, sin querer, la
profesora continuó su discurso:
—Pero como siempre, todo es mejorable —le explicó—. He
notado algo de celeridad en el relato… Veamos que me explique. Para tratarse de
un relato breve, has construido una historia con mucha, ¡Vamos que si mucha!,
información. Eso da la sensación al lector de mucha rapidez, de que se le
escapa de las manos la historia antes de que tenga tiempo para asimilarla. ¿No
os parece?— preguntó al resto de participantes sin esperar una respuesta, solo
para confirmar sus deducciones. Levanté los ojos de mi tripa esperando que se
produjese un cambio, pero todo seguía igual, aquel hombre continuaba sentado a
mi lado escuchando con atención.
— Aun así, veo mucha fluidez e imaginación en tu
relato. Presiento que no te ha costado mucho escribirlo, ¿verdad?
— Sí, así es. Ha sido un relato fácil de escribir. Es
reciente, lo terminé... hace un par de días.
Cuando aquel desconocido alzó de nuevo su voz, dispuesto a dar más detalles
sobre el relato, el dolor de mi tripa se agudizó. Tuve que apretar mis labios y
volver a bajar la cabeza.
— ¿Y cómo es que te ha costado tan poco? El famoso mal que
sufrimos todos los escritores al enfrentarnos ante una hoja en blanco es la
falta de creatividad. ¡Te mereces mi enhorabuena!
— ¡Sí…! ¡Bueno, gracias…! ¡Aunque me da algo de vergüenza
responder…!— contestó el hombre mientras comenzaba a reírse. Era la primera vez
que le oía reír. Tenía curiosidad por saber cómo era su rostro mientras
retumbaba en la sala la agitación de sus risotadas, pero fui incapaz de
mirarle. Tuve la sensación de que clavaba sus ojos sobre mi apocado cuerpo
mientras soltaba todo ese ímpetu por su boca. Segundos después se calmó:
—Ha sido tan fácil… —el hombre cortó su voz y reanudó poco
después—. Quizás sea poco original, pero solo he tenido que recordar mi vida y
escribirlo… Nada del otro mundo.
La profesora enmudeció.
Una noche como otras
Tengo sueño, no puedo dormir. Cientos de pensamientos invaden mi mente. Me
comen, me atan, saltan y cantan como niños inocentes girando, todos se agarran
las manos. De izquierda a derecha, suben y bajan, se marean. Yo también he
bebido. Con dulzura, con cariño, son incapaces de apartar su vista del sujeto
alrededor del que danzan. Ese soy yo. Me pertenecen, giran a mí alrededor, son
todos míos.
Quiero romper la cadena, las manos de los niños, sus manos a mí alrededor.
Si la rompo, el juego se acaba, y mi vida también. Se abalanzarían, me
culparían, llorarían, y no me podría ir. Son mi responsabilidad, y si no lo
fuesen no quedaría nada en mí. Desquebrajada mis ansias de volar, de expandirme
como una ola que arrolla todo a su alrededor, todo mi interior, los niños no
pueden dejar de girar.
Y tengo miedo, tiemblo al pensar que esa inercia llegará a su fin. Todo lo
que hay detrás es peor. Necesito un lugar seguro en el mundo, un nuevo centro
en ese corro. Cierro los ojos y me dejo balancear al ritmo de sus cantos.
¿Qué ocurre? Un niño no cesa de llorar. ¿Qué te ocurre? Abro los ojos. El
círculo, el corro tan bien amarrado está roto y el niño no deja de llorar. ¿Qué
hay detrás? Quiero espiar. Me acerco a sus llantos, destartalan mis tímpanos,
qué llantos impunes. ¿Sabrá que puedo escapar? Ahora es el momento correcto.
Aguanta ese ruido. Rompe la inercia del círculo, escapa del canto, salta.
Salta. Salta…
¿Cómo? Otro niño ha ocupado el hueco por el que quería saltar… ¿Por qué?
¿Quién te ha llamado? No es verdad. El niño ya no llora, amarra con ansias unas
manos nuevas… ¿No lo ves? Déjame salir…
Tengo sueño… Me vuelvo hacia atrás. Ahora otro mundo. Un canto más alto, un
corro más amplio. Un niño más, menos aire en mis movimientos. Mis ojos, se
cierran, olvidan, olvidan. Olvidan…
Y sueño… Es obvio. Todo era un sueño, el centro, los niños, el corro, yo.
No puedo escaquearme, aguanta. Ahora ya lo entiendes.
‘’Yo solo necesito un corro
nuevo, un mundo nuevo, niños desconocidos…’’
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